Historia: Por unas cervezas
- Ana Meza
- 13 oct 2021
- 7 Min. de lectura
Actualizado: 13 oct 2021

Lo conocí un lunes cualquiera. Normalmente, odio los lunes, pero ese en especial, como si supiera que la vida me iba a cambiar, me desperté con ganas de comerme el mundo. Con una sonrisa de oreja a oreja, de esas que se contagian. Posiblemente esta es de las pocas historias que empiezan en el caos del transporte público. Lo vi por primera vez en una estación de TransMilenio. Era la misma por la que pasaba todos los días, pero siempre iba distraída y aburrida, digamos que no era precisamente mi momento favorito del día.
Ese lunes mi sonrisa contagiosa llegó a él y como si el arco de mis labios fuera una flecha de Cupido, lo hizo venir casi corriendo hacia mí. Recuerdo que me asombré de lo efectiva que podía ser una sonrisa y me prometí hacerlo más seguido a ver qué puertas o qué oportunidades nuevas me podría traer. Después de todo, llevaba varios años sola, sonriéndole únicamente a Maggie, mi perrita. La vida me estaba llevando por delante y yo no sonreía. Odiaba que todos me dijeran que ya era hora de buscar “el amor”, ¡como si yo sola no fuera suficiente! Lo cierto es que cuando lo vi, supe que necesitaba su amor y se me derrumbaron en un par de segundos todas las paredes que había construido durante años, todas esas creencias tontas y todo lo que siempre había dicho sobre los hombres. Me sentí ridícula porque yo era de las que sentía ganas de vomitar con aquellas promesas de amor eterno. Me había burlado del amor a primera vista desde que tengo memoria.
Ahora que lo pienso, creo que en el fondo de mi dormido corazón, ya sabía que yo no estaba del todo hecha para esto de las relaciones, el drama y las historias de amor de película. Así que me dejé llevar y no pensé en nada más que en vivir el ahora, como había visto mil veces en las frases tontas de Instagram. Después de todo ¿qué tan malo podía ser? En ese momento yo no sabía que entregar el corazón y el alma podía resultar tan siniestro.
Esa primera vez lo vi caminar en la estación de la calle 100. Era las 7:30 a.m. y había una multitud andando de un lado para otro, con afán, nadie miraba a nadie y no era un ambiente donde reinara la felicidad. Siempre me ha gustado pensar en las historias de las personas, veo caras y me imagino qué hay en su casa, qué le gusta hacer, para dónde va o de dónde viene.
Cuando noté su presencia traté de mantener la compostura, pero su mirada era penetrante. Me tenía nerviosa y logró que mi mente empezara a colapsar (aunque eso no requería un verdadero esfuerzo de nadie). Siempre supe que lo mío no era coquetear, me volvía una tonta cuando alguien me llamaba la atención, y obviamente sentí mucho miedo cuando lo vi caminar directo hacia mí. Escuché su voz varonil y atractiva, y yo no lo podía creer.
Las palabras que esperaba no fueron las que escuché. Me dijo: “Tienes la falda metida entre las medias veladas”.
Mi mente y mi cuerpo casi nunca se ponen de acuerdo, así que mientras la primera trataba de calmarme, mis dedos se movían de prisa para arreglar el desastre con el que llevaba quién sabe cuanto tiempo. No sé cómo logré poner la falda en su puesto, pero el desastre no acababa. Olvidé que tenía el bolso abierto, así que mientras mis torpes manos seguían organizando mi ‘outfit’, todas mis cosas empezaron a caer entre los pies de la gente. Eran cosas inútiles, pensé en ese momento. Me reproché tenerlas en mi cartera porque nada de eso lo usaba realmente.
Con las rodillas y las manos apoyadas en el piso, trataba de moverme rápido para alcanzar a recoger todo. Cuando por fin me di cuenta que no quedaba nada por ahí rodando, sentí mi cabello completamente desordenado. Traté de solucionarlo pero como ya sabemos, la agilidad no me caracteriza, y no sé cuántos minutos pude recuperar mi estabilidad para levantarme.
Hice una larga respiración para que en mis pulmones, además de aire, entrara toda la dignidad que había perdido, pero al parecer no funcionó tan rápido y todas las miradas seguían sobre mí. Mi cara alumbraba como un bombillo de filtro rojo. Le rogué a Dios con todas mis fuerzas que ese hombre no estuviera todavía ahí, pero lo primero que vi al levantar la vista fueron sus ojos. Me miraba curioso y serio, pero con picardía.
Imaginé que tendría unos 27 años. Era alto, de cabello castaño, tez blanca y ojos casi verdes. Tenía la pinta de ser un tipo perfecto. Ignoré mis mejillas rojas que casi estaban por explotar y sonreí sutilmente. Pero como mi cuerpo rara vez me hace caso, empecé a reír con mucha fuerza. Solo pensaba en el desastre andante que soy y reí aún más fuerte.
Él se unió a mi risa y entonces, pronto, fueron dos carcajadas. Uno frente al otro, disfrutando de lo más sencillo que puede haber en el mundo.
Empezamos a hablar con timidez. No recuerdo bien las preguntas que me hacía. Mi mente estaba en blanco, pero escuchaba mi voz a lo lejos respondiendo con amabilidad. Yo no podía creer el éxito de esa conversación. Lo único que recuerdo es que después de varios minutos tenía su teléfono en mis manos y estaba anotando mi número en su celular. Recibí un mensaje esa tarde y dos días después nos vimos para seguir con las carcajadas. Ahí empezó nuestra historia. Hoy lloro al recordar esa alegría que nos duró cuatro años. Nunca fuimos perfectos, pero así nos veíamos el uno al otro. Él nunca me criticó nada de lo que hice y yo nunca intenté cambiarlo. Nuestra felicidad era caminar juntos por Bogotá, recorrer las galerías y museos más olvidados de la ciudad y comer donas de chocolate en cada esquina. No concebíamos la idea de buscar la felicidad sin nosotros. Bastaba su mano, un café, el cielo y la sonrisa. Yo había aprendido a funcionar con él y por él. Mi mundo giraba si él estaba conmigo y de un momento a otro, con la noticia que nunca esperé, todo cayó al suelo y sigo sin sentir el piso. Él era el hombre con el que yo quería pasar el resto de mi vida. Yo siempre lo seguía sin preguntar.
Esa noche, una voz fría al otro lado del teléfono sentenció el final de ese futuro que yo me había imaginado tantas veces. A mi celular había llegado un mensaje una hora antes: “Mar, voy en camino, espérame despierta; tengo buenas noticias”. Hace una hora estabas vivo. Venías para mi apartamento, pero no llegaste nunca. Te sigo esperando, pero aún no te veo entrar.
Alex, te fuiste porque te llevaron. Te fuiste porque un hombre tomó más de 10 cervezas y no le importo mezclarlas con gasolina. Nunca me imaginé que el tiempo se nos estaba acabando. Siempre pensé que la gente se moría, pero en mi mente no estaba la idea de que eso pudiera pasarnos a ninguno de los dos.
¡Me faltaron tantas cosas por decirte! Me faltó contarte de mis miedos, decirte que te pusieras la camiseta fea que tanto amabas, mostrarte las canciones que te escribía en silencio y llevarte a cumplir el sueño de viajar por el mundo. Pude haberte dicho más veces cuánto te amaba, gritarle al mundo lo felices que éramos tú y yo. Me faltó dejar de hacer planes y empezar a cumplir nuestros sueños. La muerte ya no nos deja hacer nada. Te fuiste muy pronto, amor mío. Odio la muerte, odio que te hayas ido, odio al hombre que te mató. Ha pasado más de un año desde tu funeral y aún no puedo sonreír como lo hacía contigo. Es un llanto del alma porque me quedé sin lágrimas. Te extraño hasta morir. El amor me salvó en esa estación y me mató con una llamada. Desde ese primer día pasaron cuatro años exactamente, sin un día más ni un instante menos. Te fuiste sin despedirte y fue la primera vez que me rompiste el corazón. Recibí la llamada a las 10:56 de la noche y mi mirada quedó clavada en tu foto sobre mi mesita de noche. No me moví, no pude ni pensar. No supe nada más de mí, ni siquiera me acuerdo cómo terminó esa conversación. Muchas veces había pensado en lo poético de la muerte, ya sabes que me encantaba este tema en la cultura mexicana, pero esto no era ni siquiera parecido a la magia que yo le veía antes. ¿Quién se creía ese borracho para matarnos? ¿Quién era para acabar con nuestros sueños y nuestro amor? Si a él no le importaba su vida, se la hubiera quitado. Pero ¿por qué tú? Tú eras bueno, no merecías esto. La muerte duele. Le duele mucho a los que se quedan. Ojalá me hubiera ido yo.
Me he alegrado varias veces por la muerte de ese hombre que te mató. El dolor me llevaba a desear que hubiera alguien que sufriera más que yo. Pero esta no soy yo, yo no le deseaba mal a nadie hasta que tuve que pelear por tu memoria.
Seguí mirando tu foto, pasmada, callada. Solo sentía las lágrimas infinitas cayendo. El dolor que salía por mis ojos. Fue la primera vez que me hiciste llorar en cuatro años. Hoy ya perdí la cuenta de cuántas veces van. No fue tu culpa, aunque también me dejaste muerta al irte. Los siguientes días no fueron más que el protocolo que trae la muerte. Vestir de negro, usar gafas gigantes de sol, tener un pañuelo en la mano y agradecer las visitas: el combo completo, agrandado y doloroso a más no poder. La verdad es que yo solo quería estar en mi cama, pensarte, sentirte y hablarte. Quería que volviéramos a ser tú y yo, dejando a la muerte por fuera.
La vida fue pasando lento. La gente se empezó a olvidar de ti y de mí. Los recuerdos se vuelven cada vez más borrosos, así que he pasado este año luchando por darles nitidez, por recordar cada partecita de ti para que esa calavera cubierta de negro con la guadaña amenzante no se acerque más y no me quite lo único que me queda de ti.
Nunca me enseñaste realmente cómo era vivir sin ti, pero he aprendido otras cosas. Aprendí a llevarte en el corazón y en la mente. Ya no le temo a la muerte. Todos los días siento cómo tomas mi mano para cruzar las calles. Hace un tiempo dejé la cerveza. Lo hice como si esperara que eso te trajera de nuevo a mí. Te sigo esperando.
Sé que tu magia me revive cada día. Entre tu y yo no hay final, no hay oscuridad. Estoy segura de que aún nos queda la promesa de un reencuentro aún más loco que el de ese lunes en el TransMilenio. ¡Amor mío, al final solo depende de mí volver a estar bien! Mándame tú la fuerza desde donde estés, te prometo que yo me encargo de sonreír como cuando te vi. No me voy a cansar de esperarte, mi amor, no te podías ir todavía.
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